La dulzura del crepúsculo difuminando las
últimas luces de aquella tarde otoñal. Se oyen, ya lejanas, las voces de los
excursionistas que, rezagados, se resisten a subir a sus coches y emprender el
camino de regreso a la ciudad, a sus rutinas; exhaustos, con ojos rebosantes de
ocres dorados y andar perezoso; en una
mano las cestas de picnic, la maquina de fotos al hombro.
El
silencio se abre paso modelando contornos y sombras, convocando a las aves para
que acudan a iniciar ese rito que comporta su verbena particular, a alimentar
conversaciones y arrullos amorosos, a componer su singular algarada excitadas
por la proximidad de la noche sabiéndose dueñas de esos parajes, ya
desaparecida la presencia humana.
Aún
me quedo un rato frente a las aguas tranquilas del lago. Aquí, en un pequeño
entrante formado por las caprichosas ramas de un sauce cargadas de siena tostado, asisto
con embeleso a la algarabía de trinos y cantos, penetro su intimidad. Yo
también me resisto al regreso, a lo cotidiano, y me demoro ante esta postrera eclosión festiva que me alivia
y me conmueve.
Un ligero chapoteo en el agua hace que
abra los ojos, pues la exquisita melodía me había transportado a otras
estancias; entre las sombras que avanzan en el declive diurno, surge oscilando,
reflejos de rojo oscuro en la cabeza y el pico flamante de índigo, lo que
parece un ave acuática. No la reconozco enseguida, pero un viraje rápido propinado con sus patas la
sitúa frente a mí; es entonces cuando descubro su costado rayado, el turquesa
profundo descendiendo desde su cuello, su ligereza de cartón piedra, su sinuosa
estructura modelada cuidadosamente por
mis dedos, en un tiempo pasado.
¡Qué de
cielos habrá atravesado!, ¡Qué de aguas cristalinas o lodosas habrá surcado! Me
intereso emocionada por su odisea, por los emplazamientos descubiertos en su
largo periplo, por las gentes contempladas con sus ojos opacos; le inquiero
sobre el estado de su frágil armadura de papel maché, al tiempo que observo
profundas cicatrices de celulosa en su costado, nódulos de fibras desgarradas que, sin
embargo, conservan sorprendentemente la limpidez de su color, ya para siempre
imperecedero.
Y ella, a modo de respuesta, apoya
delicadamente su cabeza sobre mi regazo, con lágrimas esmeralda resbalando desde
sus ojos, en un acto de infinito amor que me hace estremecer hasta lo más
profundo, mitigando de golpe, el pesado bagaje
acumulado en mi corazón a través de los años, mientras que una deliciosa
sensación de paz se extiende poco a poco
por mis venas.
Teresa Cortés
7-2-2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario