Un
barco que hace aguas
Me es difícil encontrar palabras para expresar el sentir por lo que está pasando,
por lo que me pasa a mí, por lo que les pasa a algunos…
A lo largo de casi un año de pandemia han sido muchos los
estados por los que hemos discurrido: incredulidad, incertidumbre,
inconsciencia, ignorancia, indefensión…, por nombrar sólo unos pocos de los
empezados con “i”, ―serían muchos más (miedo, angustia, soledad…), qué duda cabe, si incluyéramos todas las demás
letras―.
Parece que en las crisis profundas sale a relucir lo mejor y,
también, lo peor que tenemos; se desvela más netamente nuestra naturaleza. Y es,
quizá, porque ante situaciones tan anómalas nos volvemos más transparentes (o
puede que turbios). Están los que, en estos casos, sacan lo mejor de sí mismos
y se vuelcan con los otros; los que, paralizados, evitan enfrentarse a una
realidad abrumadora que se les viene encima; y los que ―cual Azote de Dios― aferrándose al todo vale: “sálvese
el que pueda”, se sirven sin escrúpulos de las vidas de los otros.
En esos momentos se vienen abajo las máscaras ―valga la ironía―, las de los conductores del mundo y
las nuestras propias. Los hechos adquieren, por tanto, una nueva perspectiva:
se clarifican, se ven con mayor nitidez. A estas alturas, resulta inequívoco ― para los que quieran ver, claro―, que todos vamos en el mismo barco,
y ese barco hace aguas de manera inexorable. El virus ha venido a mostrarnos cómo nuestras vidas podían dar un giro
inimaginable; volverse vulnerables, y vulnerables también
nuestros ánimos. Por fin hemos comprobado
de cerca hasta qué punto el mundo es global.
Los cimientos sobre los que se asienta nuestra idolatrada
sociedad del bienestar se tambalean vertiginosamente, incapaces de soportar el
peso de una sociedad tan insostenible y hostil como en la que hoy vivimos. Ya
no nos sentimos a salvo, el mundo se ha tornado adverso. Los que tengan hijos
deberían cuestionarse qué clase de vida van a tener que abordar (ellos, sus
hijos) en un futuro próximo. No queda mucho tiempo, y sería preciso un cambio
de rumbo radical, un giro de 360º ―de 180 no valdría, pienso―, para que, así,
las cosas adquiriesen un nuevo cariz, se reestableciera una vida más coherente,
más sencilla, más calmada; en definitiva más humana y, por ello, avocar a un porvenir tolerable.
Pero, dado el atolladero en el que se encuentran (las cosas),
la nada clara condición de los hombres y los intereses de poder ―que suelen ser los que priman―, dudo mucho que esto se produzca.
Sin embargo, en un principio, tuve una ligera
esperanza en que algo pudiese cambiar, que los meses de encierro pudieran
servir, al menos, para tomar una cierta conciencia de la realidad; de nuestras
vidas: conducirlas por otros derroteros; hacer frente a las mentes oscuras y
enfermas que se empeñan en llevar el barco a pique. Pronto me di cuenta de mi
ingenuidad ―otra vez la “i”―; nosotros hemos aprendido poco, o nada, y el
engranaje con él que el mundo gira continúa,
irrefrenable, el camino hacia su
ruina: su voracidad es infinita; tanto, que cae en la autofagia.
La corrupción de
administraciones y entidades financieras: sus mensajes turbios, su
desfachatez en camuflar evidencias que
caen por su propio peso, su impunidad, sus manejos y torpeza…, ha dejado paso a
un vacío, que se intenta suplir creando necesidades ficticias con las que
desviar nuestra atención y, a la vez, atiborrar la rueda consumista. Más “Pan y
circo”. Los imagino (a los que manejan los hilos) sentados a la mesa pujando con
rapiña por la ansiada parte del pastel; jugando una inquietante partida
destinada a mover las fichas del mundo, a manejarnos como títeres; guiados por
su infinita codicia y sus ansias de poder, sin importarles para nada la
desdicha y la vida de la gente.
Y la gente… ―por fortuna no toda― aturdida, sin
querer reconocer lo evidente; mirando la vida a través de una pantalla, con una
existencia virtual; sujeta a sus
mezquindades que acrecientan crispación y violencia; embrutecida y ciega,
sucia. En el mejor de los casos, pasivos y mecanizados ciudadanos a salvo en su
burbuja de confort…, y los que le ponen al mal tiempo buena cara. Están,
además, los miserables: deportados, refugiados, perseguidos, explotados;
convertidos en despojos semi humanos tras sufrir el expolio de los ricos.
¿Qué nos queda, pues, a los que
somos conscientes del escenario tan macabro en el que estamos inmersos ―y lo
que esto significa―, si no es una completa desesperanza? Él: “vendrán tiempos
mejores”, ya no nos vale.
Teresa Cortés
Valladolid
31-1-2021
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