El Páramo

 

El páramo

Tras los interminables meses de encierro, tomé la costumbre de subir casi a diario al páramo algo que de momento mantengo. Por otro lado, es una de las pocas cosas que se pueden hacer, dada la situación tan anómala  por la que estamos pasando.

Recorrer el páramo es como introducirse en otro mundo. Allí, todo es más nítido y más real: contundente, sin dobleces. Yo misma me siento más liviana, como si no tuviera peso. En estos momentos, es lo único que me hace sentir viva.

El páramo, cuenta con varias veredas por donde adentrarse. Ofrecen éstas, facetas muy dispares, ya se elija  una parte u otra de su amplio recorrido.

Bosquecillos de cipreses y pinos sustentan las laderas desmoronadas y rojas por zonas; se adentran hacia lo plano en tupidas formaciones.

Entre los pinos, en las partes más sombrías,  crece en otoño un manto de yerba salpicado de tamuja por donde asoman, por grupos o aislados,  pequeños hongos atrevidos: diríase lunares entre lo verde. En otras apenas llega la luz, de tan espeso.

A medida que camino, me lleno de esa fragancia   tan peculiar de las coníferas que me trae a la memoria la placidez en la que  siempre me sumió este aroma.


Desde lo más alto, en la planicie, sembrados de trigo ondean a ritmo de ola en los días ventosos; un rumor ahogado  parece surgir de la  tierra otorgándole  un aire marino.

Recorro con la mirada hasta donde mis ojos abarcan: un resplandor rojizo que deslumbra, el sol casi besando el suelo.

Desde un extremo se aprecian, a lo lejos, los cerros colindantes circundando el valle en él que se asienta la ciudad. Algunas  pesadas construcciones y la autovía deslucen un paisaje en otro tiempo tan austero y noble…, tan sereno.

Girando la mirada, entreveo en la distancia unas perdices aisladas: corren  las tierras áridas con un paso vacilante.



La cumbre, toda, está salpicada de almendros caprichosos que, a finales  de febrero, ofrecen e el espectáculo de su exuberante floración.

Observo, con envidia desde el suelo, cómo planean bajo los milanos: mecidos por el viento, sobre lo llano. Por unos instantes, desearía disponer de su mirada: vislumbrarme desde arriba con sus ojos de rapaz, descubrir mi insignificante parecido.

Desde lo alto,  contemplo la ciudad desplegada a mis pies: inhóspita, mezquina; y creo hacerlo con los ojos de un milano.

Hace tiempo que lo urbano no me llama.  Una película, una exposición, tomar una caña y una tapa con amigos, o sola, en los paseos al río…  Ahora, ya no voy a la ciudad; evito el contacto con la gente, me evitan, nos evitamos.

Me gustaba, sin embargo, callejear bajo aquel azul subido --intensísimo-- en los atardeceres cálidos, cuando los tilos estaban en flor; perderme entre la niebla en lo recóndito de los pasajes o, en las mañanas soleadas y tranquilas, tomando unas cañas, no ser consciente de cómo pasaban las horas: tan intensas, tan efímeras; reencontrar a un amigo que, como yo, deambulaba casualmente aquel día entre las plazas.

Ahora ya, todo es diferente; ni siquiera está el amigo. Las plazas  son, ya, otras plazas muy distintas; los que las transitan: enmascarados anónimos, que se cruzan sin mirarse  unos a otros.


Y aunque tampoco  el páramo se ve libre de embozados es posible, sin embargo, respirar por estos lados con la cara descubierta: sentir rebosantes  de aire los pulmones y el contacto de la brisa en las mejillas.

No son muchos los que lo atraviesan, con suerte, siluetas en la distancia fácilmente  sorteables; gente corriendo en todos los sentidos; ciclistas que aprovechan las cuestas para hacer audaces acrobacias; solitarios  caminantes resignados… Algunos, no se privan de ir por allá diseminando sus miserias.

El páramo está  también contaminado: botes, papeles, baterías de coche, plásticos de todo tipo…, y ahora, como es de rigor,  mascarillas ¡Seguimos sin aprender nada!

A pesar de todo, inicio el ascenso cada día hacia la cumbre,  y busco un escape a la hostil realidad en la que  el mundo se sume.

Sentada en la cima, como una Casandra, distingo la ciudad entre la bruma. Entrecerrando los ojos, parece desaparecer por un momento, dejándome una visión de valle vacío, cual luciera en un principio, cuando sólo lo habitaban los milanos.

 



 Teresa Cortés

  29-11-2020

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