viernes, 8 de marzo de 2013

Reencuentro con la colipinta de papel maché


    La dulzura del crepúsculo difuminando las últimas luces de aquella tarde otoñal. Se oyen, ya lejanas, las voces de los excursionistas que, rezagados,  se resisten a subir a sus coches y emprender el camino de regreso a la ciudad, a sus rutinas; exhaustos, con ojos rebosantes de ocres dorados y  andar perezoso; en una mano las cestas de picnic, la maquina de fotos al hombro.

     El silencio se abre paso modelando contornos y sombras, convocando a las aves para que acudan a iniciar ese rito que comporta su verbena particular, a alimentar conversaciones y arrullos amorosos, a componer su singular algarada excitadas por la proximidad de la noche  sabiéndose dueñas de esos parajes, ya desaparecida  la presencia humana.

     Aún me quedo un rato frente a las aguas tranquilas del lago. Aquí, en un pequeño entrante   formado por las caprichosas  ramas de un sauce cargadas de siena tostado, asisto con embeleso a la algarabía de trinos y cantos, penetro su intimidad. Yo también me resisto al regreso, a lo cotidiano, y me demoro ante  esta postrera eclosión festiva que me alivia y me conmueve.

     Un ligero chapoteo en el agua hace que abra los ojos, pues la exquisita melodía me había transportado a otras estancias; entre las sombras que avanzan en el declive diurno, surge oscilando, reflejos de rojo oscuro en la cabeza y el pico flamante de índigo, lo que parece un ave acuática. No la reconozco enseguida, pero  un viraje rápido propinado con sus patas la sitúa frente a mí; es entonces cuando descubro su costado rayado, el turquesa profundo descendiendo desde su cuello, su ligereza de cartón piedra, su sinuosa estructura modelada cuidadosamente por mis dedos, en un tiempo pasado.

     ¡Qué de cielos habrá atravesado!, ¡Qué de aguas cristalinas o lodosas habrá surcado! Me intereso emocionada por su odisea, por los emplazamientos descubiertos en su largo periplo, por las gentes contempladas con sus ojos opacos; le inquiero sobre el estado de su frágil armadura de papel maché, al tiempo que observo profundas cicatrices de celulosa en su costado, nódulos de fibras desgarradas que, sin embargo, conservan sorprendentemente la limpidez de su color, ya para siempre imperecedero.

     Y ella, a modo de respuesta, apoya delicadamente su cabeza sobre mi regazo, con lágrimas esmeralda resbalando desde sus ojos, en un acto de infinito amor que me hace estremecer hasta lo más profundo, mitigando de golpe, el pesado bagaje  acumulado en mi corazón a través de los años, mientras que una deliciosa sensación de paz se  extiende poco a poco  por mis venas.  


                                                                                       Teresa Cortés
                                                                                              7-2-2013